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Cómo salvar a los niños de la guerra

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“No me gusta decir de dónde vengo; la gente aquí no entiende el conflicto y lo juzgan como el malo de paseo, como un peligro”, confesó una tarde en el intermedio de un partido de fútbol con su grupo de nuevos amigos del barrio. Sólo dos de ellos conocen su pasado. Para el resto, Andrés es un pelado (muchacho) del campo que vino a la capital a estudiar. Cuando corre tras el balón en la cancha, enmarcada entre casas de dos pisos, típicas de las familias de clase media-baja, desaparece la tensión que marca su rostro, las huellas de su vida acelerada. “Soy de los mejores”, dice orgulloso. Cuesta trabajo asociar a este joven de barrio con el guerrillero que, por cumplir órdenes, disparó a sangre fría, el que habla con cierta emoción del combate –“al comienzo da cosquilleo, pero después del primer tiro pasa”–, con el Andrés que un día se plantó frente a un comandante, le entregó el revólver con la cacha hacia abajo, y en tono desafiante se atrevió a contradecir la orden de ejecutar a un amigo. “No lo hago”, afirmó rotundo. Aún no sabe por qué se salvó; por qué el comandante, en lugar de reportarlo, le recomendó: “Que nadie se entere”, y le dejó ir. Andrés lamenta no poder narrar estas historias a sus amigos normales, como llama a los que viven con sus padres. “No entenderían que lo de allá fue una experiencia de la que es muy difícil salir vivo para contarla”.

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Y tiene una explicación para sus dos caras. La suelta así, de repente, y conmueve escucharla: “Allá fue mi crianza; mi etapa de niño se quedó sin terminar. Allá crecí en cuerpo y me volví un duro, un varón; pero el alma de niño la dejé guardada y ahora la quiero desarrollar”.


La cancha queda a pocos pasos de la casa donde paga alquiler. Comparte el cuarto con un hijo de la familia. No le importa que su espacio sea tan reducido, guardar bajo el colchón muchas cosas. Le gusta sentirse arropado por una familia, como se sentía cuando vivía con su tutora, una “madre sustituta”. “Las tutoras nos dieron amor, nos hicieron sentir como en familia, como muchachos normales”, dijo el día que recibió el diploma de bachiller. No hubo fiesta, ni brindis, ni regalos, pero él recuerda ese día como uno de los mejores de su vida. “Sé que, donde esté, mi mamá está orgullosa de mí”, aseguró también, hinchado de vanidad. “Es un logro; quería ver si podía, y pude”.

 

El País Semanal, Domigo 18 de mayo de 2003