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Cómo salvar a los niños de la guerra

DIARIO EL PAIS. El País Semanal. Domigo 18 de mayo de 2003.

Pilar Lozano es periodista colombiana

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Más de 6.000 menores engrosan las filas de la guerrilla en Colombia. Un ejército de niños que matan como hombres. En los últimos tiempos, el Gobierno del país busca darles una salida: tutores, educación y algo de dinero para empezar una nueva vida. ‘El País Semanal’ ha hablado con estos soldados arrepentidos. Ésta es su historia.

El ruido de un helicóptero que sintió volando sobre su cabeza sacó a Andrés del sueño; quedó sentado al borde de la cama. Revisó nervioso a su alrededor: el póster de Madonna en la pared, el tubo de gel para el pelo sobre las tablas que sirven de mesa de noche… Respiró tranquilo: estaba en Bogotá, en el cuarto que tiene en alquiler desde comienzos del año. “Sentí terror”, contó al día siguiente, con esa voz apagada con la que amanece cada vez que esto le ocurre. “Pensé que estaba allá, que había combate, que iba a morir”. Allá, para este muchacho de piel salpicada de granos y bigote incipiente, es el monte, su vida en la guerrilla. No es la única pesadilla que le desvela. “Los sueños son la película de mi vida. ¡Son horribles! Siento que me persiguen, me pegan tiros, ¡y yo sigo con esas ganas de vivir…!”.

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Andrés tiene 19 años y siente que la vida le pesa. “¡Los años me están cayendo encima!”, asegura alzando los hombros cuando en medio de una crisis de desesperanza alguien trata de darle ánimos con palmadas en la espalda y frase trilladas: “Eres joven…, tienes la vida por delante”. Odia sentirse acorralado; sin libertad para programar, a su manera, su futuro. “Daría todo por devolver el tiempo: volver a mi pueblo, a los pocos años de vida tranquila que he vivido, montar a caballo, sentirme libre, que es lo que más amo”.


No puede hacerlo: si lo hace, las FARC, como lo impone el régimen interno de esta organización guerrillera, lo ajusticia por desertor; los paramilitares harían lo mismo acusándole de guerrillero.


Es una certeza que le atormenta, como atormenta a Julia, que a sus 16 años, y contra su voluntad, debe permanecer a más de mil kilómetros de la aldea, en la selva, donde viven su mamá y sus hermanos. “A veces sueño que estoy con ellos. Me despierto y me pongo a llorar”. Y oculta su cara con el pelo; apenas deja asomar sus ojos tristes de un negro intenso. De su pueblo, Julia extraña todo: el río donde se bañaba y pescaba con las manos, las pocas calles… Aún le teme a subir en ascensor, a asomarse a la terraza de un edificio alto, y muchas cosas le resultan nuevas. “¿Qué es eso?”, pregunta ante una vulgar tarjeta de crédito.


Es una angustia que comparte la mayoría de los muchachos que entraron y salieron de la guerrilla antes de cumplir la mayoría de edad, y que están en Bogotá vinculados a un programa de reinserción que ofrece el Gobierno. “El peor castigo es no ver a mi familia”, confiesa Gloria, de 18 años. “Perdí mi tierra”, dice, para expresar el inmenso vacío que siente.