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Cómo salvar a los niños de la guerra

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Gloria y Julia atraviesan, de lunes a sábado, la ciudad de sur a norte. Van desde las casas de sus tutoras, donde viven “como una más” de cada familia, hasta una institución de educación formal que en las tardes cede sus aulas para la educación de los jóvenes reinsertados. Las dos aspiran a recibir este año sus diplomas de bachiller, vestidas de toga y birrete, como lo recibió Andrés, en diciembre pasado. Él ya se independizó, y, con un cheque de algo más de siete millones de pesos (unos 2.300 euros) que acaba de recibir como remate del apoyo que recibió del Estado por su decisión de salirse de la guerra, debe desarrollar un proyecto productivo que le dé para vivir. Tiene miedo y no lo esconde. “¿Qué voy a hacer solo, sin familia? ¿Y si fracaso en el proyecto como les ha ocurrido a muchos?”, son los interrogantes de sus últimos desvelos. Pero insiste en imponer su sueño de “salir adelante”, de hacer rendir el dinero, pagarse los estudios y ayudar al resto de la familia, dispersa hoy en varios lugares del país. Deshilvana su vida y compara sus angustias del allá con las del ahora, y se confunde. A veces se le ocurre que hubiera sido mejor ser lisiado de guerra: “Ellos se quedan en el pueblo, donde uno es alguien y hay posibilidades de volver a empezar”. Y cuando no tiene ni para el autobús piensa que al menos allá tenía comida y dormida seguras, en los campamentos armados siempre bajo los árboles.

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Andrés es acelerado. Habla sin parar, mezcla anécdotas y reflexiones, pasado y presente, como si quisiera encontrar el porqué de cómo se le dañó la vida. “No he mirado si no violencia”, dice, y de inmediato, para dejar todo en claro, remata: “Me volví hombre a los 11 años”. A esa edad asesinaron a su mamá y él se fue de la casa. “Ya no tenía posibilidades de estudio. Ella era la que me animaba”. En su pueblo, como muchos en Colombia, lo normal era la coca. No fue difícil, entonces, conseguir trabajo. Cuidó caballos, fue raspachín –recolector de hoja de coca–, trabajó en los chongos –cristalizaderos de cocaína– y a los 12 años era “tan grande” que tenía casa propia, y las parrandas pagadas de su bolsillo se volvieron habituales. “Cuando uno tiene plata, tiene amigos. Me emborrachaba, invitaba, iba donde las mujeres…”. Las cosas cambiaron cuando entraron los paramilitares al pueblo: mataron a diestra y siniestra, y dieron, a los que quedaron vivos, plazo de un día para abandonar el caserío. “Nunca había visto matar a tanta gente tan seguido”, recuerda. Tenía 13 años y ese día aprendió una lección: “No hay necesidad de cuidarse tanto porque en cualquier momento a uno lo matan”. Se fue y trató de sobrevivir en un pueblo más grande. No pudo; regresó, decidido a entrar en la guerrilla. No había cumplido los 14 años.