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Cómo salvar a los niños de la guerra

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Desde pequeñito, las FARC también fueron algo normal para él. Las conoció una noche, cuando atacaron el pueblo. “Mi mamá estaba en embarazo y se metió debajo de la cama. Pasamos toda la noche asustados escuchando los tiros y llorar a mi mamá. Al otro día se miraban pedazos de gente, ahí, en la calle”. La familia decidió echar candado a la casa y huir. Volvieron, y al poco tiempo también volvieron los muchachos, esta vez para quedarse. Impusieron sus reglas. Dos veces le tocó a Andrés barrer las empolvadas y empinadas calles del pueblo, en castigo por hacer disparos al aire con el arma que le regaló uno de sus patrones mafiosos.

“Me voy con ustedes”, le dijo a un comandante amigo cuando decidió enrolarse. “Piénselo el fin de semana”, le recomendó el guerrillero. “No había nada que pensar. ¿Qué más iba a hacer?”. El lunes, temprano, estaba en una escuela de entrenamiento. Aprendió a armar y desarmar fusiles, a caminar a oscuras, a hacer formación; hizo cursos de radiooperador, de primeros auxilios, de topografía; vinieron luego los combates, las tareas como ir a los compraderos de coca a recoger el impuesto de gramaje y bajar a los caseríos a concienciar a la población: “Yo, a los 14 años reunía pueblos enteros y les daba órdenes. Era como un juego de niños, pero me hacían caso. ¡Uno joven y tener capacidad de mandar gente!”, analiza hoy Andrés con preocupación. Pero en ese eterno comparar concluye: “Allá tenía algo que no tengo acá: el respeto de mucha gente. Sí, porque cuando uno es civil está a la orden del armado. Si aparecen los paras y ellos mandan ‘tienen que barrer’, eso hacen los desarmados, y si llega la guerrilla y ordena ‘deben botar la basura’, también les toca”.

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El día que recibió el cheque por el equivalente a 2.300 euros, Andrés caminó desconfiado por las calles del centro de Bogotá. Se acostó sin creer que ese papel que le habían dado “fuera tanta plata”. Y recordó que justo ese día cumplía tres años de haberse escapado de las filas de las FARC. “Me aburrí de llevar una vida incierta. Nos tenían cegados con ideas como la guerra que estamos viviendo: se muere un poco de gente, pero no cambian las cosas para los pobres; siempre seguimos lo mismo”. El plan de huir lo empezó a maquinar desde la tarde en que, por casualidad, encontró a su papá en un camino y le vio llorar. La oportunidad llegó luego de un enfrentamiento con los paramilitares: “Estábamos cerca de un pueblo, y cuando llegaron las canoas para la retirada por el río, me hice el bobo y me quedé”. Pensó: vivo no me dejo coger. Montó el arma y echó a correr. Salió a un cruce de caminos. Apareció un camión, lo paró y le pidió al conductor: “Sáqueme al puente. Voy a montar un aseguramiento [protección de un área] porque vienen los paramilitares”. “Listo, ¡móntese!”, le contestó el hombre en tono amable. Minutos después, Andrés le encañonó: “¡Hágale duro que voy volado!”, ordenó. “¡Pobre! Se puso a llorar, supo que nos podían matar. En el puente nos estaban esperando. Les quemé varios tiros y solté una granada. Cuando vi venir un todoterreno con dos boquetillas de Galil asomadas por las ventanas me dije: ‘De aquí no salí’, y me eché la bendición. Pero pasaron de largo y se prendieron a plomo con los del puente; eran paras…”. Fue hasta la ciudad más cercana, buscó el batallón del ejército y se entregó: “Vengo escapado de las FARC”, le confesó al oficial de guardia.
Este episodio de la huida genera otra de sus pesadillas recurrentes: ve nítido el rostro de un hombre mayor, barbado. “No sé si lo maté o no”, cuenta, atormentado, en medio del llanto. “Me crucé con él cuando corría. No sé si le disparé. ¡En esos momentos, uno se enloquece y no piensa!”.

“Mi experiencia desde que me salí ha sido penosa”. Así resume sus tres años en la civil. Pasó por varias instituciones donde se sintió encerrado y vigilado como un delincuente, y luego de idas y venidas ingresó al programa de reinserción que ensayaba un sistema de tutoras para los que salieron de la guerra siendo niños.