Disparar para que no cambie nada
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Por lo tanto, si el terrorismo tuviera éxito en su
primer objetivo (atenuar la protesta sindical), habría
conseguido también esta vez obtener lo que siempre
ha obtenido (quisiéralo o no): la estabilización,
la conservación del statu quo.
Si es así, lo primero que tienen que hacer oposición
y sindicatos es no ceder al chantaje terrorista. El enfrentamiento democrático debe proceder en las formas más agresivas permitidas por la ley,
como la huelga y las manifestaciones callejeras, precisamente porque quien cede hace exactamente lo que los terroristas quieren.
Pero de la misma forma (si puedo permitirme dar consejos al gobierno), el gobierno debe evitar la tentación
a la que le expone el atentado terrorista: caer
en formas de represión inaceptables.
La represión puede tener sutiles reencarnaciones y hoy día no prevé necesariamente la ocupación de la calle con tanques.
Cuando se oye en televisión a gobernantes que, de formas
distintas (algunos con mesura y vagas
alusiones, otros con indiscutible claridad),
sugieren que quienes han armado (moralmente, moralmente, se
aclara) la mano de los terroristas han sido los que de diversas
formas han puesto en tela
de juicio al gobierno, los que han firmado llamamientos a favor de la respuesta sindical, los que reprochan a Berlusconi
el conflicto de intereses o la promulgación de leyes en gran medida discutibles, y discutidas también
fuera de nuestras fronteras; quienes hacen esto están enunciando un peligroso principio político. Principio que se traduce
así: dado
que existen terroristas, cualquiera que
ataque al gobierno anima su acción. El principio tiene
un corolario:
por lo tanto, atacar al gobierno es potencialmente criminal
al gobierno. El corolario del corolario es la negación
de cualquier principio democrático, el chantaje a la
crítica libre en la prensa, a cualquier acción
de oposición, a cualquier manifestación de desacuerdo.
Que no es desde luego la abolición del Parlamento o de la libertad de prensa (yo no soy de esos
que hablan de nuevo fascismo), sino algo peor: es la posibilidad
de chantajear moralmente y someter
a la reprobación de los ciudadanos
a quien manifieste su desacuerdo (no violento) con el gobierno
y de equiparar eventualmente la violencia verbal -común a muchas formas
de polémica, encendida pero legítima- con la violencia armada.
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Si se llegase a esto, la democracia correría el riesgo
de vaciarse
de sentido. Tendríamos una nueva
forma de censura: el silencio o la reticencia por temor a un linchamiento mediático.
Por ello, los hombres del gobierno deben 'resistir, resistir,
resistir' a esta diabólica tentación.
La oposición en cambio, debe 'continuar, continuar, continuar', en todas las formas que permita la Constitución. Si no, de verdad (¡y por primera vez!) los terroristas habrán vencido en los dos frentes.
Umberto Eco es escritor y semiólogo italiano. EL PAIS. Martes, 26 de marzo de 2002.