Viudas del cerro de la plata
Los potosinos aseguran que este especial demonio luce bigote o barba a raíz de la presencia de los españoles, que, a diferencia de los bolivianos, que son prácticamente imberbes, sí solían exhibir una poblada barba cuando llegaron y fundaron una de las ciudades más altas del mundo a la sombra del Cerro Rico, en 1545. Añaden que, de esta manera, los indígenas expresan su odio hacia aquellos que sustrajeron la plata del cerro durante tres siglos, en los que la montaña inagotable proporcionó, según la Unesco, más de la mitad de la producción mundial de plata y facilitó el inicio de la revolución industrial europea. El coste no fue otro que la muerte de millones de indios y negros de África traídos como esclavos. "Cuentan que con la plata extraída del Cerro Rico se hubiera podido construir un puente gigantesco que uniera Potosí con Madrid", dice Prima mientras observa las nubes que amenazan con cubrir el cielo extremadamente azul que se observa desde lo alto de la montaña. "También dicen que ese puente se podría haber construido con los cuerpos de los indígenas que murieron en los socavones", añade con amargura.
Para financiar sus conquistas y reunir la plata de primera calidad con la que se acuñaban las monedas de España y América, el virrey Francisco de Toledo instauró la mita, un método de reclutamiento forzoso que proporcionaba a las minas 13.400 indígenas al año, 40 de los cuales perdían la vida al día. Potosí se convirtió en una de las ciudades más ricas del mundo y la más poblada de la época (superando a Londres o Paris) , con 160.000 habitantes a mediados del siglo XVII.
Actualmente, poco queda del bullicio de fiestas suntuosas
y de los adoquines de plata que, según aseguran las
crónicas de la época, pavimentaban algunas calles
de la ciudad, nombrada villa imperial por Carlos V en 1553.
El Potosí actual, cuya opulencia diera origen al famoso
dicho de "vale más que un Potosí",
sigue subsistiendo gracias a una montaña generosa en
mineral como pocas en el mundo. La producción de plata
decayó en el siglo XVIII, y poco después, a
raíz de la fundación de la República
de Bolivia, en 1825, los españoles se marcharon dejando
un cerro exhausto, agujereado por 5.000 túneles, con
15 metros menos de altura, y una población de apenas
8.000 personas.
También dejaron un complejo entramado hidráulico,
construído por 6.000 indígenas, que hacía
funcionar el sistema de amalgamación con mercurio.
Hoy día, el río Huana Mayu (río joven)
y el artificial La Ribera, que dividía la población
española de la indígena, bajan desde el cerro
sin peces y con un agua de color petróleo, altamente
contaminada, que pone en riesgo la vida de los potosinos y
hace imposible cualquier tipo de agricultura y cría
de animales.
El ocaso de la plata dio paso a la era del estaño. El Gobierno de Bolivia nacionalizó gran parte de las minas, cuya producción pasó a depender de la demanda de Europa. La crisis de 1985 provocó el y dejó más de 23.000 desempleados y muchas bocaminas abandonadas. Fue cierre de la Comibol (Corporación Minera de Bolivia) entonces cuando la mujer, que siempre había trabajado en las minas de forma marginal, se incorporó con más ímpetu al trabajo en cerro.
Organizados en cooperativas, los potosinos siguen hoy día buscando las vetas de estaño, plata de menor calidad y otros minerales como plomo, zinc, volframio o cobre, con la misma tecnología obsoleta de los tiempos de la colonia y sin las mínimas condiciones de seguridad. "Son indígenas quechuas que explotan la mina como lo hacían sus antepasados. A los 10 años de trabajo continuado empiezan a enfermar", explica el ingeniero de minas René Quispe, que dirige un proyecto de capacitación de los mineros. No existen estadísticas fiables. "Según los datos de la policía, desde enero a octubre de 2001 hubo 17 accidentes mortales. Y esta cifra no incluye los derrumbes, caídas, escapes de gas ni daños en las herramientas", añade Quispe.
"De varias ya me he salvado yo", asegura Julia en la habitación que sirve de cocina, salón y dormitorio para ella, su hija de 16 años e Isabel, en el barrio minero del Calvario. No tiene agua corriente ni cuarto de baño. De las paredes cuelga un casco, una anticuada lámpara de gas y algunas prendas de ropa. Una foto antigua del marido de Isabel y una pequeña televisión son los únicos adornos. "Me resbalé una vez y me rompí una costilla. Pero eso no fue nada", explica con sarcasmo. "En otra ocasión, Isabel, que estaba detrás de mí en el túnel, me alertó de que su lámpara de carburo no se prendía. Inmediatamente yo pensé que debía ser el gas [monóxido de carbono o arsénico]. Salimos corriendo, nos tropezamos y, al llegar a la salida, casi nos desmayamos.