Viudas del cerro de la plata
Los mineros bolivianos creen que las mujeres que penetran en el Cerro Rico de Potosí ahuyentan el mineral y dan mala suerte. Pero decenas de viudas sobreviven arrancando plata y estaño a la montaña que durante tres siglos financió las conquistas de la Corona de España. Texto y fotografía de Susana Velasco.
"¡Doña Basi, doña Basi!"; grita Prima Ramos esde uno de los caminos que se dirigen a lo alto del mítico Cerro Rico. Treinta metros más arriba, una mujer de 54 años vestida al estilo tradicional boliviano, con sus trenzas negras interminables bien peinadas, cubiertas con un sombrero de corte masculino, y amplias polleras (faldas de colores superpuestas a la altura de la rodilla), se gira, saluda con un ligero movimiento de cabeza y continúa montaña arriba. Se reúne con doña Simona, de 76 años, 35 de ellos trabajando como palliri (del quechua pallar, escoger minerales de las escombreras donde los mineros desechan las piedras de menor calidad). Son las nueve de la mañana, y Simona comprueba que las herramientas que enterró el día anterior siguen en su sitio. Ya han oído de varios robos. Como el resto de las palliris de Potosí, unas cien en total, estas mujeres trabajan 10 horas al día, seis días a la semana, siempre a la intemperie y con las manos casi como único instrumento. Cada jornada reúnen entre 5 y 10 kilos de mineral, que juntan en una volqueta con capacidad para 8 o 10 toneladas. Pueden tardar hasta nueve meses en llenarla. Sólo entonces la venden a cambio de unos 400 o 500 bolivianos (de 72 a 90 euros), según la ley o calidad del mineral.
En la minería boliviana, los hombres ejercen todas las labores ejecutivas, de organización, ingeniería y extracción, y dejan a las mujeres el trabajo marginal y nada valorado de ganarse la vida pallando el mineral en las faldas del cerro. Pero no todas las mujeres pueden ser palliris. Sólo reciben ese privilegio las que perdieron a sus maridos mineros a causa del trabajo en los túneles y aquellas que están solas o han sido abandonadas por su pareja. "Llevamos toda la vida viviendo de la mina. Ahora que estamos solas. Somos nosotras las que vamos a trabajar. No serviríamos para hacer otra cosa", afirma Basilia
Prima llega hasta ellas y se sienta en una piedra jadeando. Es tan sólo uno de los efectos que produce subir a este cerro gigante y de clima gélido que se eleva hasta 4.400 metros de altura en el altiplano boliviano: el oxígeno es escaso y cualquier movimiento se convierte en un gran esfuerzo, que sólo se alivia mascando hojas de coca. Para los indígenas, la coca es sagrada, parte esencial de su cultura y antigua como los siglos. La preciada planta no sólo sirve para sobrellevar el soroche o mal de altura, sino para proporcionar energía suficiente para que el minero trabaje una jornada completa sin descansar ni comer. "Vale para todo, quita las penas y el hambre", dice Basilia, que tampoco almuerza en el cerro. "Desayuno en casa y no vuelvo a comer hasta que regreso. Sólo descansamos de vez en cuando para mascar de nuevo".
Mientras las dos mujeres comienzan su ritual de "pijchear la coquita", que culminará cuando tengan en la boca una bola de unos cinco gramos, Prima les comenta el nuevo proyecto de Cepromin (Centro de Promoción Minera), la ONG en la que está empleada desde que su marido perdió el trabajo en la cercana mina de Porco. La charla se desarrolla en quechua, el idioma más común entre los trabajadores indígenas de la mina. Basilia y Simona afirman con la cabeza. Les gusta la idea: tendrán herramientas nuevas a cambio de las viejas si se comprometen a usarlas correctamente y aceptar unas mínimas medidas de seguridad. Prima saca del bolsillo unos cigarrillos que les trae de regalo. Cada una se fuma dos, uno detrás de otro, mientras siguen quitándole el nervio a las hojas de coca. "Hay que pitar dos porque uno solo da mala suerte", asegura con picardía Basilia en castellano.