La injusticia globalizada
JOSÉ SARAMAGO
EL PAIS, España © , S.L. Miércoles, 6 de febrero de 2002
1
Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho notable de la vida rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace más de cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para este importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final del relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos,
entregado cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de
súbito se oyó sonar la campana de la iglesia.
En aquellos píos tiempos (hablamos de algo sucedido
en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo
largo del día, y por ese lado no debería haber
motivo de extrañeza, pero aquella campana tocaba
melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente,
puesto que no constaba que alguien de la aldea se encontrase
a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres a
la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres
sus trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos
congregados en el atrio de la iglesia, a la espera de que
les dijesen por quién deberían llorar. La
campana siguió sonando unos minutos más, y
finalmente calló. Instantes después se abría
la puerta y un campesino aparecía en el umbral. Pero,
no siendo éste el hombre encargado de tocar habitualmente
la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen
dónde se encontraba el campanero y quién era
el muerto. 'El campanero no está aquí, soy
yo quien ha hecho sonar la campana', fue la respuesta del
campesino. 'Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?',
replicaron los vecinos, y el campesino respondió:
'Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he tocado
a muerto por la Justicia, porque la Justicia está
muerta'.
2
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más. El perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró compasión, y finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la justicia. Todo sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar todas las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres, que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por la muerte de la Justicia, y no callarían hasta que fuese resucitada. Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido... No sé lo que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los días. Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo...