El encuentro entre aztecas y españoles
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La primera víctima fue un cargador negro que estaba en una de las bases de la costa. Su nombre era Francisco de Eguía...
Para colmo de males la peste hizo que la interpretación teológica de la invasión ya carente de importancia, cobrara fuerza nuevamente. Porque ¿acaso no eran las enfermedades de la piel por tradición consideradas como un castigo enviado por los dioses? ¿Y era acaso una casualidad que los invasores blancos fueran intocables?
El momento había pasado. Al cabo de un año los españoles con sus aliados indios habían regresado a una Tenochtitlan paralizada por la viruela y la muerte. Después de cuatro meses de ataques despiadados quedó tremendamente destruida, ésta metrópolis que Cortés mismo llamara la más grande, la más bella y rica del mundo. Sobre las ruinas construyeron los vencedores una nueva ciudad, una ciudad española. Y esto en el sentido estricto de la palabra: las bases de la gran plaza de la Ciudad de México que hoy en día lleva el nombre de La Plaza de la Constitución, está constituida por las piedras del derruido templo azteca.
Entonces, ¿qué pasa cuando una imparable bala de cañón golpea un poste irrompible? Nada. Porque el problema en sí es una imposibilidad. Si hay una bala de cañón imparable no hay ningún poste irrompible. Y viceversa. En últimas lo imparable y lo irrompible son sólo partes del arsenal intelectual de la lógica formal. En el mundo de los hombres no hay ni lo uno ni lo otro.