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Viudas del cerro de la plata

Además de trabajar en la mina, Julia atiende la portería de la Cooperativa Central Mixta, de la que es socia, y preside un equipo de fútbol femenino, el Cerro Rico, compuesto por mujeres de familias mineras de todas las edades. Además ostenta la cartera de vigilante en la Asociación de Mujeres Palliris. "En el futuro me gustaría ser dirigente y luchar por nuestros derechos. Quiero que mi hija pueda tener estudios. Yo voy a un curso de alfabetización para entender las facturas de la venta del mineral y que no me engañen", explica Julia mientras infla un balón de fútbol para el partido del día siguiente. "Entrenamos a las cinco de la mañana, antes de ir a trabajar. Mañana jugamos contra los Búfalos", añade con gesto desafiante. Isabel afirma con la cabeza. También ella fundó el equipo y es su mayor ilusión. "Necesitamos dinero para comprar poleras (camisetas). Nos regalaron varias, pero las chicas las rompieron porque están un poco llenitas", explica entre risas.

Otras mujeres como Julia luchan por mejorar su calidad de vida organizándose en asociaciones de palliris y amas de casa. Desde hace años luchan contra los planes del Gobierno boliviano: explotar el cono del cerro, el único lugar intacto de la montaña donde, según los expertos, todavía existe plata de primera calidad. Además de desfigurar el símbolo potosino por excelencia, la empresa estatal Comibol pretende utilizar tecnología punta a cielo abierto para rebanar el cerro y arrancarle lo que aún guarda en sus entrañas. Los potosinos argumentan que, de esta forma, el mineral se agotaría en 10 años y que el dinero no sería invertido en la ciudad y sus habitantes.

En 1996 empezaron a circular rumores de que ya habían empezado los trabajos en el cono de la montaña. Unas cien palliris ascendieron hasta lo alto y confirmaron sus sospechas: una explanada del tamaño de un campo de fútbol amenazaba con cambiar la fisonomía del cerro. "Hicieron grupos de vigilancia y bloquearon el acceso de los camiones, incluso de noche", explica Prima Ramos. "¡Consiguieron parar los trabajos!".

Mientras el cerro continúa intacto, al menos de momento, las mujeres siguen pallando el mineral, exponiéndose a todo tipo de enfermedades a causa del frío, la humedad de los túneles o por simple agotamiento. Queda poco tiempo para el descanso. Muchas terminan la jornada y recogen a sus hijos en unas casas de adobe habilitadas como guarderías en el propio cerro. Los que ya tienen edad para moverse a sus anchas por la montaña ayudan a sus padres a alcanzar las vetas más estrechas o se emplean en trabajos menores. Éste es el caso de Jaime y Mario. No superan los 13 años, pero cada día caminan hasta el lugar de trabajo de doña Susi, muy cerca de las instalaciones de la Comibol, abandonadas en los años ochenta. Allí, una palliri de 55 años, que lleva media vida agachada en lamina, recoge lo que cae al suelo cuando los mineros cargan desde lo alto los camiones que se llevan el mineral a procesar. "Lo que queda en el suelito me lo dejan a mi", explica sonriendo mientras cóntinúa en cuclillas barriendo el mineral y metiéndolo en pequeños sacos, que Jaime y Mario cargan a hombros. "Lo peor es respirar este polvo. Y las manos, que las tengo destrozadas. Por no hablar de la espalda...", dice sin perder la sonrisa.

En los últimos meses, los precios del estaño y del zinc han bajado mucho. No resulta rentable su explotación, pero los 8.600 cooperativistas de Potosí, los miles de peones que trabajan a sueldo, las palliris y gran parte de los 120.000 habitantes de la ciudad que, de algún modo, viven del cerro no tienen ninguna otra alternativa para sobrevivir. Por eso siguen produciendo en condiciones infrahumanas a la sombra del mítico cerro de Potosí, cuya forma cónica sigue adornando el escudo de Bolivia y las monedas del país, hoy día fabricadas en níquel de ínfima calidad por el Estado español.